En este mundo hay dos tiempos. Un tiempo mecánico y un tiempo corporal. El primero es tan rígido y metálico como un pesado péndulo de hierro que va y vuelve, va y vuelve. El segundo gira y se ondula como un pez azul en una bahía. El primero es inflexible y predeterminado. El segundo elige el futuro a medida que transcurre.
Muchos están convencidos de que el tiempo mecánico no existe. Cuando pasan cerca del gigantesco reloj de la Kramgasse no oyen sus campanadas, mientras envían paquetes desde la Postgasse o caminan por entre las flores del Rosengarten. Llevan relojes de pulsera, pero sólo como un adorno o por cortesía a quienes se los han regalado. No tienen relojes en sus casas. En cambio, escuchan los latidos de su corazón. Atienden al ritmo de sus deseos y estados de ánimo. Comen cuando tienen hambre, acuden a su trabajo en la sombrerería o en la farmacia cuando despiertan, hacen el amor a toda hora. Estas personas se ríen de la idea de un tiempo mecánico. Saben que e! tiempo se mueve a saltos y sacudidas.
Y luego están los que piensan que sus cuerpos no existen. Viven conforme al tiempo mecánico. Se levantan a las siete en punto de la mañana. Comen a mediodía y cenan a las seis. Llegan a sus apartamentos a cierta hora precisa que marca el reloj. Hacen el amor entre las ocho y las diez de la noche. Trabajan cuarenta horas por semana, leen el Domingo el periódico dominical y juegan al ajedrez los Martes por la noche. Cuando su estómago se queja, miran el reloj para saber si es hora de comer. Cuando se distraen durante un concierto, miran el reloj para saber a qué hora volverán a casa. Saben que el cuerpo no es obra de una magia desatada, sino un conjunto de materias químicas, tejidos e impulsos nerviosos.
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